Se ha hecho de noche. Cierro mis monocromáticos párpados bajo banderas de todos los colores; rezan nombres de países que casi nadie conoce, como Uzbequistan. Ni el corrector ortográfico de este editor de texto conoce esta tierra que hace frontera con 5 más acabadas en tan. Qué vergüenza, no hay sugerencias.
Cuando me atrevo a apagar todos los blancos y me conformo con la penumbra, justo en el gris claro mi traviesa cabeza atraviesa la almohada y se queda apoyada hacia arriba, rumbo a Australia. Estoy a la altura de la Antártida, y al principio mis pies están fríos. Falta mucho para llegar a Oceanía. Voy entrando en calor, como el hemisferio en el que vivo cuando empiezan a haber fresas en las fruterías. Me deshago de este pesado edredón nórdico cuando el sol no está tan tímido. Siempre viene junto con mis pensamientos uno que imagina cómo en una fotografía las cosas de aquí cerca están más enfocadas que las de allá. Es decir, llego a avistar unas islas llamadas Kerguelen y que pertenecen a Francia. El resto, nada nítido. Me pregunto desde dónde saldrán vuelos que aterricen en la capital de estas enigmáticas islas. Supongo que desde Sydney. Sydney es una gran ciudad, supongo.
Me niego a dejar de mirar mi mundo más por hoy, y es ahora cuando mis ojos grises se topan con la bandera de Suiza. Qué bonita es esta bandera. Yo podría ser suizo. Me gusta Suiza. Justo al lado del símbolo neutro y positivo del país del queso, el chocolate y la puntualidad, me cruzo con una espada en la bandera verde esperanza de Arabia Saudí. Daltónicos reflejos. Qué contraste tan salado y dulce a la vez, como juntar gruyere con cacao. Creo que basta por hoy.
Me imagino que el cielo está repleto de estrellas pero no las puedo ver desde esta ciudad con exceso de farolas. Sin embargo, aquí cerca tengo muchas: en Turquía, Samoa, Vietnam, Túnez, Tonga, Uzbequistán… No me puedo quejar. Buenas noches.